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La sonrisa alegre de Matilde

Matilde vivió hace un par de siglos, nadie sabe su apellido, nunca tuvo familia conocida, era viuda y vivía sola junto a su hija Mónica. Su casa era una granja vieja, con techos altos y ventanas amplias, rodeada de verde y campo labrado, ella misma lo había labrado con sus manos cada madrugada, y se encargaba junto con su hija, de cuidar a cada animal que ellas críaban, con paciencia. Matilde tenía 28 años, era joven aún, había enviudado hace ya cinco años, cuando Mónica cumplió cinco, casi no recordaba mucho a Mariano, su esposo, prefería mantener el recuerdo para sus días tristes, y por ahora no tenía tiempo de andar triste.
Aquella era una mañana de invierno, la casa de Matilde se calentaba con la temperatura de la cocina de leña - Agosto siempre fue un  mes muy frío en la villa -, Mónica ayudaba con la juntada de leña por las tardes, apilaba los maderos y ramas secas y los dejaba cerca de la cocina. Matilde tomaba la leña suficiente para calentar agua y preparar la comida, ella odiaba cocinar, pero gustaba comer, allí se veía obligada a preparar platos ricos, aunque su voluntad no la dejara. Mónica era una niña sana y alegre, se divertía jugando con las gallinas y patos, los contaba, los agrupaba y luego los hacía marchar y asi pasaban cada día; luego juntaba los huevos del gallinero, los ponía en la cesta en la cocina, le gustaba comerlos frescos, recogidos en el día, los comía sancochados con mucha sal. Mientras ellas desayunaban, la bulla de los perros irrumió su tranquilidad, por la ventana ellas vieron una sombra acercarse mientrás se tomaban de las manos.
La figura tomó forma humana al acercarse, era un forastero empolvado, alto, turbio, de cara cansada, con ojeras prolongadas y secas al frío, cabello negro acholado grueso, ojos pequeños de mirada perdida; se acercó a la ventana, mientrás ellas desde dentro lo observaban con preocupación.
- Agua, dijo él; por favor un poco de agua
- Mónica fue por agua, mientrás Matilde quizo evitar que lo haga. - Mónica espera, le dijo.
- Por favor, replicó el forastero. Matilde, asintió con la mirada y Mónica alcanzó 
El forastero bebió el agua con rapidez extrema, casi no respiró. Matilde le ofreció más agua, él aceptó.
- ¿Quién es usted?, preguntó con mirada inquisidora Matilde, ¿Qué hace aquí?, ¿Por qué está en mi casa?. Muchas preguntas, parecía decir la mirada perdida de Mónica.
- Soy Billy, acabo de llegar de las colinas, he caminado mucho durante semanas, mi pueblo se inundó y no quedó nadie vivo, la colina se derrumbó, arrasó con todo, yo salve por no estar en casa, estaba en el campo, regando, perdí todo, no hay nadie allá, ni nada para hacer, sólo salí y caminé en medio de la tristeza de la soledad del campo y el bosque, llovió anoche y caí, por eso estoy sucio, gracias por el agua, la necesitaba, por favor tienen algo de comer, puedo trabajar, pagaré con mis manos, trabajando, puedo cortar leña, puedo labrar, ayúdeme por favor, no soy malo, lo juro. Y diciendo esto, cayó de rodillas frente a la mirada atónita y brillosa de Matilde y Mónica.

Matilde acababa de recibir ua ráfaga de tristeza, Mariano vino a su mente casi de inmediato y una nube de recuerdos la invadió por segundos, segundos tan largos como su ondeado cabello, y tan distantes como la luz de las estrellas. Mariano había sido un buen esposo, la cuidó mucho y la protegió de todo. Ella también lo cuidó, tenían una relación extraña para los demás, casi no se les veía hablar ni reír, parecía que su vida era hacer cuentas y labrar y críar animales juntos, les gustaba pasar el tiempo en el campo. Cuando Mónica llegó, ellos no la esperaban, fue sin querer que la bendición de ser padres les llegó como un paquete que debían cargar, y no eran tan fuertes para la carga en ese entonces. Mónica, fue siempre una niña blanca, sana y pequeña, risueña. Mariano estaba siempre cerca de ellas hasta la mañana del accidente que le causó las heridas que terminaron matándolo. Él había ido por leña, fue solo, casi nunca lo hacía, siempre iba o con Matilde o con Mónica, cuando esta ya podía caminar; ese día sólo, caminó al bosque cercano, y tratando de cortar las ramas de un árbol, el machete se deslizó en demasía, filudo como nunca, no encontró rama en el camino y con ayuda del impulso que Mariano le había dado, dio una vuelta rápida sobre el eje del brazo de Mariano y fue a clavarse en su costado, lacerándole las costillas, y dañando su corazón, su muerte se produjo minutos después. Matilde esa tarde, tuvo una sensación extraña, el viento le trajo un olor a flores de lirio, de dulce aroma que rasparon sus sentidos con una sensación extraña de recogimiento; recuerda que corrió al bosque ante la demora de Mariano, y después sólo recuerda el grito que dió al ver a su esposo tirado en un charco de sangre al lado de un árbol con ramas a medio cortar.

-Mami, despierta!! Dijo Mónica; la mirada de Matilde volvió al momento y pensó en voz alta,
- No, no necesitamos ayuda ahora señor, lo siento, no la necesitamos, le daré comida y algunas cosas para que se cambie, pero no puedo darle trabajo.

La viuda como la conocían en el pueblo, era para sus vecinos, una mujer recta en demasía, después de enviudar, demoró en volver a sonreír, le gustaba vivir en alegría junto a su hija, trabajaba mucho, cuidaba de su tierra y visitaba la iglesia de vez en cuando, nunca se confesaba, quizá no tenía por que hacerlo. No tenía problemas con nadie y solía saludar a todos ahora con una sonrisa que tenía marco de tristeza.

Billy tomó las cosas, las puso en una bolsa, pidió más agua que puso en una botella y caminó, agradeciendo a Dios por haberlas encontrado y por la ayuda que le habían dado. Mónica en tanto, observaba y decía:
- Mamá, el señor quiere ayudar. 
- No, dijo Matilde; no necsitamos ayuda por ahora. Pero en el interior de la cabeza de matilde, en su nube de recuerdos ahora se entremezclaba un rayo de emociones encontradas, la cara de tristeza de Billy, había quedado marcada como una pisada en la arena mojada, marcada y ella buscaba una ola de claridad que pudiera borrarla, y no la halló.

Los días en la villa pasaban tranquilos, Billy dando vuelta a la villa había conseguido ayudar en la panadería cargando bultos y limpiando después de la faena nocturna que traía el pan caliente cada mañana, por las tarde guardaba los sacos de harina y había obtenido un espacio en el ático del viejo edificio que guardaba los secretos de pastelería de varias generaciones en la villa, alli dormía y soñaba con aquellos tiempos en que todo lo tenía, amigos, familia y tranquilidad. Billy saludaba alegremente, con agradecimiento a Matilde cada mañana, cuando ella venía por el pan. Matilde asentía con amabilidad y temor, no dando oportunidad para conversación alguna. Ella parecía inmutable a la amabilidad de Billy, quien aún agradecido por el agua y las cosas que recibió el día de su llegada, trataba de corresponder el detalle humano que recibió cuando aún era un desconocido.

El domingo de iglesia, ya en primavera fue intenso, el sermón había sido dirigido a todos aquellos que habían dejado la iglesia en la última estación, el frío no los dejó asistir, metidos entre nieve y granizo, prefirieron rezar en sus casas, a pesar de la invitación constante del padre Ernestino. En primera fila esa mañana estaban Billy y su jefe el panadero junto a su familia, también los vecinos de la villa, junto a los niños que hacían comunión cada domingo como detalle permanente desde su primera comunión; en segunda fila estaban las profesoras de la escuela local, sentadas junto con los niños del coro y más atrás estaba Matilde quien tomaba de la mano a Mónica, quien no podía evitar mirar hacia adelante y repetir a su madre:
- Mami, has visto al forastero, está adelante rezando.
- Sí mi amor. -le replico su madre- Allí está el señor Billy, no se llama forastero, no le tienes que seguir diciendo así.
Al terminar la misa, Billy se acercó a saludar a Matilde y a Mónica, el saludo fue corto pero tibio.
- Buenos días mi señora refirió Billy.
- Buen día Billy. Replicó ella.
- Cómo estás pequeña- dijo Billy, mirando a Mónica mientrás se arrodillaba para darle un beso en la frente.
- Está bien. Dijo Matilde con celo al observar el saludo de Billy a su hija.
- Traje pan para ustedes, está fresco y aún tibio, lo hice yo mismo esta mañana, aprendí a hacer pan estos meses, no sé aún hacerlo bien, pero ya están tomando forma de pan. - Tómenlo por favor, es para ustedes.
Matilde no quiso recibirlo. - No es necesario, guardelo para usted, estamos bien, gracias- dijo ella, Mientrás caminaba tomando de la mano a Mónica.
Billy insistió. - Mi señora, no me desaire, lo hice para ustedes de verdad, me costó algo de esfuerzo hacerlo-  dijo.
Matilde se detuvo, lo pensó, dio la vuelta y con la mirada brillante, entre rabia y alegría sólo atinó a decir: - Está bien, pero lo desayunaremos juntos, venga con nosotros-
Los tres caminaron por el sendero que daba de la iglesia a la gran avenida de la villa, habían pasado muchos años desde que algún vecino imaginara, menos viera a Matilde caminando cerca de alguien que no sólo sea su hija. Cuando llegaron a casa, Matilde puso el café sobre la mesa, luego colocó el pan fresco en una cesta y huevos sancochados, mantequilla y asado. Comieron y hablaron, fue un desayuno largo. En la charla, Billy contó parte de su vida anterior, de como perdió todo en la inundación en su pueblo, de como se salvó sólo él y que era lo que más extrañaba de su madre con quien vivía, la comida y calidez de su compañía. Matilde habló de  Mariano por primera vez en años sin sentir la tristeza que acompañana ese recuerdo. Mónica jugó con las miradas de ambos, se divirtió luego del desayuno. Billy la lanzaba al aire mientrás cerraba los ojos, Matilde los observaba con temor dulce, ese temor que se tiene cuando sabes que algo bueno podría pasar.

Los domingos de iglesia continuaron así por muchos meses, acompañados de desayuno con pan fresco, cada vez mejor preparado por Billy, quien culminaba su visita jugando con Mónica mientras eran observados con alegría, ahora, por Matilde. Algunas veces Billy era invitado a quedarse para el almuerzo, él asentía con alegría, se sentía bueno estar cerca de Matilde, podían hablar de mil cosas distintas sin aburrimiento, habían pasado de conversaciones sobre el sermón del padre Ernestino, la vestimenta de las abuelas en la iglesia, hasta las clases de las profesoras en la escuela, incluso Billy le había enseñado las recetas del pan a Matilde para que ella opinará sobre el saco de harina que él cada mañana mezclaba con tres baldes gigantes de agua, la bolsa de sal y las piscas de azucar junto a las dos horas de amasado antes de cortar la gran mezcla en pequeñas porciones individuales que se horneaban en el pequeño horno calentado con leña recién cortada el día anterior. Matilde sonreía en cada conversación, pero recordaba a Mariano, y allí su sonrisa se volvía triste. Más de una vez, al recordar a Mariano salía de la cocina y corría hacia el patio, allí miraba el horizonte mientras una lágrima mojaba su tersa y rosada mejilla.

El último domingo, luego de desayunar, Billy no pudo contener la emoción de una mañana tan alegre, Matilde se había puesto un vestido florido que hacía ver sus blancas y rojizas rodillas, su cabello a medio atar que cubría parte de su frente, ella sirvió el café recién preparado, puso leche para Mónica que tarareaba una canción. Billy ayudaba a poner la mesa, colocaba los manteles limpios con olor a lavanda fresca, los cubiertos brillantes, la escena era más que familiar. Matilde sonreía, no había recuerdos esa mañana, de rato en rato veía en su cabeza ligera, imágenes de Mariano sonríendo y asintiendo, pero eran tan fugaces que no alteraban su sonrisa. Rezaron, agradecieron por los alimentos, tomándose de la mano y por primera vez, él jugo con sus dedos, mezclados con los dedos de Matilde, ella sólo atinó a sonreír y apretar la mano de Billy, lo hizo con mucha fuerza, con la fuerza de su corazón, un corazón desenfrenado que empezaba a despertar de un largo sueño. Billy le sonrío, se acercó a ella y beso su frente; Mónica los observó y sonrío alegre, la sonrisa alegre de su madre la contagió, luego se miraron los tres y vinieron las carcajadas. Esa tarde, mientrás el sol se ocultaba, sentados en el pasto frente a la casa, mirando el campo, él abrazaba por la espalda a Matilde, mientras ella no dejó nunca desde ese día de jugar con esos dedos largos y gruesos, toscos pero suaves, aquellos dedos que jugaron también cada día con el cabello de Matilde.

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