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Los dos monos jugando en el tejado

No es usual ver una imagen similar, ver dos monos jugando en el techo de la vieja casa de madera. La imagen era divertida, no recuerdo haber tenido una experiencia de similar alegría en años, esa imagen en mi cabeza aún la tengo, la añoro de vez en cuando.
La vieja casa de madera estaba ubicada cerca del arroyo, rodeada de frondosos arboles que verdes daban una sombra muy oscura al lecho de pasto y flores que la rodeaban. El viento solía jugar con las ramas, las hacía silbar, y el ruido de las hojas acariciaba cualquier melodía que los pájaros quisieran cantar. La casa estaba alejada de la ciudad, estaba casi escondida entre el viejo bosque y el riachuelo casi seco.
La mañana se prestaba a la alegría del juego, ambos monos solían pasar por la casa después del amanecer en busca de comida fresca, ansiaban ver dónde quedarían los restos del desayuno, o simplemente recogían algunos frutos que caían del viejo cerezo que era verde testigo de la historia de la casa.
El juego de la mañana parecía ser de adivinanza de sabores, el mono mayor, de cabeza alargada, flaco, ojeroso, con poco cabello, de largos dedos y mirada pausada ponía pedazos de comida en la boca del mono más pequeño, lo hacía acompañado de chillidos alegres mientrás el mono pequeño probaba los sabores con los ojos cubiertos por sus propias manos. Era realmente divertido verlos allí, parecían parlotear entre chillidos y gritos, con carcajadas casi humanas, se divertían en medio del viento sobre el tejado. Adivinar sabores era mi juego de niño, mi madre solía decirme, -Cierra los ojos híjito, adivina qué hay en tu boca-. Es plátano mamá, platano. -Si, adivinaste, premio para ti. Y así seguían las mandarinas y peras, también manzanas y sandía, el sabor que más me gustaba era mango, era el más fácil de adivinar, pues su olor llenaba el ambiente. Así cerré mis ojos y jugué a los olores en mi mente, acompañado de chillidos de monos alegres.
Yo estaba parado allí, en medio del jardin, con mi vaso de cerveza en la mano observaba ese par de monos divertirse, mientrás los miraba los envidiaba, se les veía libres, amenos, únicos, como si las ramas y su silbido les dieran melodía de fondo para sus travesuras en el tejado. Me senté en el pequeño banco de troncos secos, cruce mis piernas, me abrigué un poco con la chalina de lana, aquella que tejió y me regaló mi abuela hace algunos años antes de morir. Seguí contemplando la escena, mientrás sorbo a sorbo acababa mi helada bebida, los monos seguían jugando, habían acabado las frutas, ahora se deslizaban por las tejas, parecían usar el techo como un tobogan abrupto, no les importaba las rendijas y uniones, las tejas húmedas eran ahora el centro de juegos. Resbalaban y con sus colas parecían ayudarse a no caer.
-Cuidado te caigas, agárrate de las abrasaderas- decía mi madre, era el tobogan del parque el que vino a mi mente. Acabe la cerveza, los monos seguían allí, y cada juego de ellos me traía a la vista mi niñez, mi vida antigua ya.
Dejé mi vaso en el pasto y caminé hacia los árboles, queria mirar de cerca a los monos, ya habían bajado y se tomaban de la mano sentados en el arroyo, bebían agua mientras se miraban reflejados en el agua fresca que venía de las montañas. Se asustaron al verme, dejaron de beber y subieron presurosos al árbol de cerezo, me miraron desde las ramas acompañados de la seguridad que les daba la altura, me lanzarón algunas cerezas como si quisieran defenderse. les devolví las cerezas, las lancé tan alto como pude para alcanzarlos, el mono pequeño recibió en el pecho una de las frutas, la tomó y la comió, me miró chillando agradecido, lancé varias más, algunas fueron bien recibidas y fueron rápidamente masticadas. Me tiraron más cerezas, se convirtió en un juego de tirar y comer, les parecía divertido, incluso a mi, en medio de mi melancolía, me pareció agradable.
Hoy, cada domingo, bajo al jardin, miro al tejado y veo a los dos monos, mis dos amigos, y jugamos con las cerezas, chillamos juntos y ahora sin miedo, los acompaño mientras beben agua del arroyo.

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